jueves, 28 de febrero de 2013

Desagravio


-“¡Apurezé, Rudecindo! Tenemos que irnos”; ordenó Tramontina. Pero el peón estaba ensimismado haciendo cuentas en una libreta.
-“¿Qué está sumando, paisano”?
-“Estoy calculando la tasa de ganancia”; dijo mirando con cautela a su alrededor. “Me estoy dedicando al contrabando de cuise. En Areco, la pulpería de los Saguier está pagando 5 patacones la tonelada de cuero. Son unos miserables, pero tengo que superar la faze de la acumulazión primitiva”.
-“¡Usté es el primitivo! ¡Lo suyo es un dislate!”; se exasperó Tramontina. –“Pa’ esa paga mezquina, en cada entrega va a nezezitar no menos de diez mil roedores. ¡Eso equivale a la eztinzión del cavia aperea pamparum!"
-“No ezagere, don Tramontina, esos son cuentos…”-, lo desafió Rudecindo.
El payador estuvo a un tris de estrangularlo contra el ombú. El brusco amoratamiento del rostro del peón lo hizo reflexionar: -“¿No sea nezio, Rudecindo? La vida en la tierra padezió varias eztinziones mazivas, pa’ que usté le sume dezaprenzivamente otra. ¡Fueron verdaderas catástrofes de la naturaleza! Así me lo ezplicó eze inglés barbudo que bajó del Beagle”.

Aparicio:

Se eztinguió el megaterio,
Tremenda bestia insensata,
Sin protesta ni bravata,
se jué, triste, el gliptodonte,
Pero tiene un smilodonte,
El Museo de La Plata.

-“Disculpemé, no lo había pensado…”; balbuceó el peón, mas aliviado y frotándose el cuello.
-“Debe pensarlo, mi amigo. La eztinzión es cosa grave. Mire lo que les pasó a los búfalos de Arkansas”.
-“Perdonemé, don Aparicio, no sigo los partidos de la NBA”.
Con el agobio ensombreciéndole el rostro, Tramontina estimó inútil la empresa de la Ilustración: -“¡Ensille ese caballo y sígame!”; ordenó fastidiado.
-“¿A dónde vamos, don Aparicio?”; preguntó el peón.
-“A una quinta de Belgrano. Debo hablar con Hernández. Es una mizión de dezagravio”.
Durante la larga cabalgata, el Rudecindo quiso enmendar su inconsciencia:
-“¿No cree que la obra de Dargüin debe ser reconziderada, don Aparicio? Stephen Jay Gould dize que hay períodos en los que las espezies evoluzionan rápidamente, zeguidos por otros de estabilidad y equilibro". Y concluyó jactancioso: "Lógico, es la teoría de la evoluzión puntuada”.
Tramontina debió toser varias veces para expulsar el cigarro atragantado en el esófago. Lo logró al cabo de varios intentos que lo salvaron de la asfixia. Cuando comenzó a respirar normalmente, la quinta de Hernández ya se divisaba en el horizonte.
Rudecindo agitó el cencerro colgado en la tranquera. Luego de golpear las palmas, perdió la paciencia y comenzó a gritar: -“Salga Patrizio, queremos hablar con usté”.
-“¡No zea bruto, Rudecindo!; ¡Es José Hernández, el padre del Martín Fierro!”.
El notable poeta gauchesco se asomo en ropa de cama, blandiendo un trabuco:-“¡Fuera de aquí!; gritó.
El Rudecindo ganó confianza: “-Dejemeló a mí que lo imprezionaré con un sexteto de puro ezistezialismo pampeano”.


El Rudecindo (con guitarra prestada):

Aquí me pongo a cantar,
Al compás de mi guitarra,
Que al hombre que lo amarra,
Un gran flato reprimido,
Al salir con su rugido,
Hasta el alma le desgarra.

El primer disparo del trabuco le sacó astillas a la tranquera. El segundo, chispas al manillar. Los visitantes se echaron cuerpo a tierra.
-“¡No zea animal, Rudecindo! Su ordinariez nos va a costar la vida”.
El peón intentó justificarse: -“Quize inzpirame en Yanpol Sastre…”
-“¡Cállese! Lo suyo es pior que toda la obra de Mallea”.

Hernández se acercó a la tranquera sin dejar de apuntarles con el trabuco.

José Hernández:

Lo desprecio, Tramontina,
Infame y burdo plagiario,
Su rimar estrafalario,
Brota de un pacto infernal,
Envenena al ser nacional,
Con su insolente glosario.

-“Tengo derecho a hablar”; reclamó Tramontina agazapado entre el pajonal, un territorio que supo frecuentar desde su temprana adolescencia.
-“¡Hable ahora antes de que pierda la paciencia!”; lo emplazó el padre del criollismo.

Aparicio:

Vengo por un dezagravio,
Que le detallo al instante,
Tuvo un verso intolerante,
Que alienó al humanista,
Jué con el indio razista,
Y desprezió al inmigrante.

-“¡Bravo, Aparicio!”- gritó el Rudecindo, inconsciente del peligro. “¡Ahora ajuste cuentas con la segunda parte del libro, que es un bodrio riazionario!”.


Aparicio:

En eze libro, Maestro,
Aconsejó con esmero,
Obedienzia al jornalero,
Y al pión, doliente mestizo,
Recomendó ser sumizo,
Y forro del estanziero.

La impertinente licencia poética irritó a Hernández, que lanzó otros dos trabucazos al aire: –“¡Basta de profanar mi obra! ¡Fuera de aquí, vagos! ¡Es tiempo de trabajo, no de rebeldía!”
Tramontina y el peón escaparon bajo el zumbido de las balas. Alcanzaron los caballos y huyeron a todo galope. A lo lejos, la brisa matinal aplacaba la letanía hernandiana: -“¡La estancia es el progreso, malditos!”

Desmontaron a orillas del Samborombón para que bebieran los caballos.
-“Otra figura icónica-carismática con extremidades inferiores de cieno”; comentó el Rudecindo.
Tramontina lo corrigió mientras pitaba un chala:
-“La cosa no es personal. Son limitaciones históricas de una clase”.

viernes, 15 de febrero de 2013

Con Hobsbawm en el monte.




Los relinchos despertaron a Tramontina. Afuera, montado en un zaino, lo esperaba Hobsbawm, listo para la partida. Una mula atada a la montura trasportaba mantas, víveres y pertrechos varios. De una de las alforjas asomaba la culata de un Winchester.
-“¿Nos vamos de cazería, don Eri?”; preguntó Tramontina.
Sin desmontar, el visitante le expuso el plan:
-“Quiero que me acompañe. Necesito un baqueano para la expedición. Nadie como usted para estudiar a los “Rebeldes primitivos”.
-“Lo primero se lo azeto. Lo segundo huele a ofenza…” refunfuñó.
- “No lo tome a mal”, lo aplacó Hobsbawm. “Es solo el título de uno de mis libros”.
Tramontina aceptó la explicación y recibió al visitante con una copla de admiración:

Entre sus obras, Maestro,
Me gusta “Industria e imperio”,
Aunque con sano criterio,
Todos los gauchos creemos:
“La era de los extremos”,
Consagró su magisterio.

A mi memoria convoco,
A aquellos historiadores,
Que a los trabajadores,
Güenos relatos ofrezen,
Thompson, Hill, Hilton merezen
Las alabanzas mayores.

Hobsbawm interrumpió la copla por temor a que se tornara una monserga interminable:
-“Y… ¿me acompaña, Aparicio?”
-“No quiero deziluzionarlo, don Josban, pero ya anduvo Carri por aquí estudiando a los bandoleros rurales. Yo mismo lo conduje al monte”.

La chispa del desafío se encendió en los ojos del inglés.-”No estoy buscando a Isidro Velázquez”, dijo con tono cortante. -“Sigo las huellas de Patrick O’ King, un ingeniero irlandés que La Forestal contrató para organizar la tala y manufactura del quebracho. Dicen que se echó al monte con una decena de peones, asqueado por las balanzas tramposas y el maltrato a los hacheros”.
-“Usté se refiere a El Rubio”; acotó Tramontina.
Hobsbawm quedó perplejo por la revelación. El relato del payador devino un cofre de sorpresas:
-“Todavía anda furtivo por las selvas misioneras y correntinas. No le perdonan haber fundado las Ligas Agrarias. Los Navajas Artaza y los dueños de otros yerbatales puzieron prezio a su cabeza. La polezía brava no le da respiro . Por fortuna, encontró refugio en las chozas de los mensúes”.

El viaje hacia el norte profundo fue una pesadilla. El sofocante calor, las sanguijuelas y los mosquitos se ensañaron con Hobsbawm. Tramontina disimulaba el martirio con sus cavilaciones:
-“Va a ser difízil encontrarlo. Se esconde en la espezura y está en perpetuo movimiento. Sus hombres son fantasmas mimetizados en la tierra colorada. Les dizen la Milicia Terracota”.
Hobsbawm se puso lívido: -“Patrick O’King y su Milicia Terracota”; susurró durante el camino, como si hubiera descifrado un acertijo.

Tras una cabalgata de varios días, llegaron a un cañadón escondido. –“Aquí es”, dijo Tramontina sin mayores explicaciones. El cansancio inhibió la curiosidad de Hobsbawm, que se desplomó sobre un hato de mantas mientras Tramontina encendía el fogón. Antes de que los atrapara el sueño, un movimiento en los arbustos los puso en vela. Luego, sin que mediara advertencia, un hacha voladora se clavó en el tronco de un guatambú.
-“¡Soy Tramontina!”; gritó el payador a modo de salvoconducto.

Detrás de los hombres enrojecidos por la polvareda apareció O'King. Se lo veía cansado y casi andrajoso: -“Está muy lejos de Londres, Eric”; comentó con sorna.
-“Vine por usted, Patrick”.
-“Soy El Rubio”; lo corrigió.
Patrick O’King encendió un cigarro y cruzó amistosamente su brazo derecho sobre el hombro del historiador: “¿Acepta una crítica entre camaradas?”.
-“Por supuesto”, contestó Hobsbawm.
-“No estoy de acuerdo con su interpretación de las rebeliones pre políticas. No soy un rebelde primitivo. No idealizo el pasado ni lamento ninguna utopía perdida”. O’King concluyó su alegato con una leve sonrisa: -“¡Vamos, Eric, la lucha de clases no se extravía en la selva!”. Hobsbawm consintió en silencio.

Atravesaron sendas intrincadas y esteros malolientes. La penumbra de la selva parecía engendrar espectros. Como por arte de magia, grupos de indígenas emergían detrás de los grandes helechos y acompañaban la marcha. Tenían los rostros espolvoreados con arcillas rojizas. Sus desplazamientos eran silenciosos. Los pies de la Milicia Terracota parecían flotar sobre el suelo.
-“No tema, son amigos”; dijo O'King. -“Son los Sitrac-Sitram, el único pueblo originario que no se rindió ante el hombre blanco, español, portugués, criollo o lo que sea”.

Los Sitrac-Sitram:

A España resistimos,
Por expoliadora y racista,
Con fervor autonomista,
En nuestra lucha creemos,
Ni a los jesuitas queremos,
Somos la etnia clasista.

El Rubio aceptó el aguardiente de los nativos. Hobsbawm y Tramontina se unieron a la rueda de bebedores. Patrick O’King conocía el valor de la gratitud: -“Admiro a este pueblo indómito. Me han salvado la vida más de una vez”.
-“Lástima que los antropólogos no se interesaran en ellos”; señaló Hobsbawm.
-“Nunca los comprendieron. Cuando vino Lèvi-Strauss los consideró una comunidad ahistórica y refractaria al cambio social. La pedantería intelectual no tiene cura”.
-“El idealismo estructuralista hace estragos”, refrendó Hobsbawm.
-“Para colmo, le cayó mal el tereré y anduvo varios días agachándose entre los arbustos ¿Ve esos helechos gigantes? Tienen abono estructuralista”.

Los Sitrac-Sitram:

No comprendió nuestra vida,
La retrató con denuesto,
Pa’ explicar el contesto,
De nuestra gran rebeldía,
Siempre por causa aducía,
La prohibición del incesto.

A Levistró no queremos,
Sus conzetos rechazamos,
También los indios cambiamos,
Aunque nos tilden de escoria,
Nuestra vida tiene historia,
En Marvin Harris confiamos.

A la mañana siguiente, los preparativos en el campamento anunciaban eventos extraordinarios. En la choza principal, los hombres deliberaban sobre un mapa extendido en la mesa. -“Es la hora y todavía no ha llegado. Vayan a buscarlo”; estalló O`King”.

Unas horas más tarde, El Pelado llegaba escoltado por la Milicia Terracota. O’King lo saludó con desgano. Le caían mal la impuntualidad y las tendencias militaristas del visitante. Al ingresar rancho, desenrolló su propio mapa. Hobsbawm y Tramontina escucharon la discusión mateando junto a las brasas todavía humeantes. O’King dudaba del lugar escogido, pero finalmente aceptó el plan. En una semana se encontrarían en el sitio de la emboscada. Un parco apretón de manos selló la despedida.

Los interrogantes acosaron a Hobsbawm durante el regreso: -“¿Por qué tanta discusión por un mapa, Aparicio?”
-“Una emboscada no es cosa senzilla, don Josban. Somoza es una bestia taimada y precavida”.
-“Su infierno no será nada encantador”; musitó Hobsbawm mientras espantaba los mosquitos.



Aparicio Tramontina, un facón hecho canto.