Los
dolores de cintura atormentaban a Tramontina desde hacía varias semanas. Desenfundar
el facón se había vuelto un suplicio. Rudecindo, amigo y peón, lo convenció de consultar
al doctor Chin Kien Son, experto en medicina natural. Chin se había refugiado
en los hontanares de la pampa desde que huyó de su país, perseguido por las
tropas del malvado general Chiang Kai Shrek, a quien apodaban el ogro. El doctor Chin era un humanista
comprometido con su tiempo; en épocas difíciles y lejanas participó, junto a
Sun Yat sen, del Movimiento 11 de Marzo,
que luchaba contra la corrupta dinastía manchú. Sun y Chin fueron precursores del
Marzismo en China. La historia, con
sus ráfagas impredecibles, le impuso un derrotero de trashumancia. Viejo y un
poco estropeado, vivía en un monte de caldenes en Cuchillo-Có, aldea donde
Mandinga lamentaba haber perdido su poncho más vistoso.
Tramontina
padeció la travesía como un martirio. Espinillos y abrojos le flagelaron el
cuerpo, las conversaciones del Rudecindo los oídos. Cerca de su meta, pasaron
frente a las ruinas de la pulpería “La Aguada”, antigua posta de trueque con la
indiada. La verborragia del Rudecindo no tenía sosiego. - “¿Zabe, don Aparicio? Aquí se tirotearon
los zélebres bandidos Butch Cassidy y
Sundance Kid”.
-“Me imagino, la polezía los perzeguía sin piedá”;
contestó Tramontina.
-“No, don Aparicio. Se tirotearon con
el pulpero, el Ataliva Coto, remarcador serial de los prezios de la yerba y de la gayeta
e’ campo, es decir, de aquí”.
-“¡Hijunagransiete! ¡La paisanada dibió
boicotear ese boliche!”
-“Ademá, naides tendría que
comprarle las mercanzías a eza alimaña”; acotó el peón.
Tramontina
perdió la paciencia: -“¡Basta, Rudecindo! ¡Sofrene esa verba redundante y desbocada!”
El peón cabalgó
en silencio el resto del viaje. De vez en cuando, deslizaba furtivamente su
mirada hacia el bajo vientre, preocupado por vaya a saber qué aflicción.
La
cercanía del bosque de caldenes animó a los viajeros. El follaje de aquel intrincado
laberinto atemperaba el azote de la resolana. El rancho del doctor Chin Kien
Son estaba en la zona más impenetrable del monte. Rudecindo, que recuperó el
habla, golpeó en la puerta:
-“Dotor Chin. Traigo un paziente pa’ que lo cure con sus yerbas mágicas”.
El médico
salió a recibirlos. Se bajó el barbijo y los invitó a pasar. El olor a alcanfor
inundaba la modesta vivienda. Los estantes estaban atiborrados de frascos con hierbas,
polvos y otras sustancias desconocidas. Aparicio contempló el laúd chino
colgado de la pared.
-“Es mi liu chin; ha sobrevivido a todos los
viajes”; comentó el doctor.
La música,
otra de las pasiones del anciano, le había permitido ganarse la vida en los años
de acelgas flacas (el doctor era vegetariano). Solía presentarse en las
pulperías del oeste con un repertorio de valses y milongas, acompañado por el veterano
bandoneonista Atilio Borra. Pero las cosas no marcharon bien y el dúo
Borra-Chin se disolvió después de una discutida partida de truco, a la sombra
del tanque de agua de la Estación de Salliqueló.
Chin Kien
Son ofrendó a Tramontina una copla en la que la filosofía tradicional se
reconciliaba con el racionalismo. Era parte de la terapéutica.
La
medicina natural,
Requiere
sapiencia fina,
Achicoria
y trementina,
Reconfortan
al instante,
Mas
si el daño es importante,
Inyecto
penicilina.
La
modestia del Doctor Chin velaba las proezas de su vida. A mediados de los años
treinta se había sumado a La Larga Marcha
del Ejército Rojo chino. Recorrió miles de kilómetros hasta llegar a Shaanxi,
en el norte, y reunirse con las tropas de Mao. Organizó los hospitales de
campaña y los dispensarios para las transfusiones de sangre. En las treguas que ofrecía la guerra revolucionaria, arengaba
a las milicias con coplas voluntaristas, acompañado por un coro de más de
treinta voces, al que el doctor llamó Los
33 Orientales. Una de aquellas coplas enseñaba:
La
Revolución ha de ser,
Estrategia
bien pensada,
A la
nobleza saciada,
Hay que
expropiarle la tierra,
Y
organizar una guerra,
Popular y
prolongada.
Tramontina,
doblado por el dolor, se desmoronó en el catre de curación. Mientras le frotaba
la espalda con aceites de romero y lavanda, Chin lo ilustraba sobre el
sacrificio del médico de campaña:
La Larga Marcha, paisano,
Trajo un suplicio
por milla,
Pero en mi
tienda sencilla,
Sané
hombres y caballos,
A Mao
curé los callos,
Y a Chu
En Lai la culebrilla.
Tramontina
estaba profundamente dormido cuando Chin le aplicó la cataplasma de ajo en
la cintura. Despertó, aliviado, un día después. Rudecindo lo esperaba fuera del rancho
con el zaino preparado. Se despidieron del doctor con un largo abrazo. Nunca
más
volvieron a verlo. En las pulperías, los paisanos pasados de caña decían que Mandinga
lo andaba buscando en aquel laberinto de caldenes y que, tarde o temprano,lo
encontraría.
-“No
se preocupe, Rudecindo. El dotor lo
va a estar esperando, sereno, confiado en su
arzenal botánico”.
Rudencindo
redobló la apuesta:
-“Y con el poncho del Maligno puesto”.
Desde hace mucho tiempo, una vieja tía, que murió de vieja, me enseñó que no hay nada mejor que el ajo al mediodía con un vasito de vino, para curar dolores de cintura. Yo no se si a Ud. le dijeron lo del vino, o a mi tía le gustaba mucho, pero es todo cierto.El Maligno no tiene nada que ver con todo esto.. Le mando mi cariño.
ResponderEliminarTiene razón su tía. Las propiedades del ajo son incontables, como las del Magnetto ese. Le mando un abrazo afectuoso..
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