jueves, 24 de abril de 2014

Una triste noche sin luna


Don Aparicio, Don Aparicio!”

La voz achacosa sobresaltó a Tramontina. El caminante avanzaba a tientas en la noche sin luna. El payador lo recibió en la puerta del rancho. El viejo respiraba fatigado; tenía la ropa enmohecida y las botas cubiertas de fango.
-“¿Qué hace caminando en la penumbra, coronel?”
-“Estoy buscando a un amigo. He preguntado a todo el mundo en el pueblo y nadie lo ha visto ¡Cómo si se lo hubiera tragado la tierra! Empecé a caminar por la llanura sin fin y me extravié. Cuando vi la ciénaga, pensé que estaba cerca de su aldea natal; pero fue en vano. Ayúdeme, Aparicio”.
-“Se ha equivocao, mi amigo. Lo que vio no es la ciénaga. Son los cangrejales de la desembocadura del Salado. Venga, pase”.
La ginebra retempló el ánimo del coronel.
-“Hágame un favor, Aparicio. Lléveme a la estafeta más cercana. Estoy esperando una correspondencia muy importante”.
Tramontina volvió a desvanecerle las ilusiones:
-“No tenemos estafeta. Hace muchos años, el taimado de Juárez Célman la clausuró alegando que daba pérdidas y que el Estado era mal administrador”.
-“Los conservadores son desalmados en todas partes”; se resignó el coronel.
La mirada de Tramontina se ensombreció, también sus palabras:
-“Ademaj, la pampa no tiene quién le escriba”.
El coronel se fue con los primeros resplandores del alba. Antes de perderse en el
horizonte, Tramontina lo vio revolear el bastón espantando a los teros que merodeaban
a su alrededor. Dudó si no había sido cruel por no revelarle la amarga noticia: que el Gabo se había ido para siempre de este mundo de patriarcas infames y de hojarasca.