viernes, 15 de marzo de 2013

Galeria de celebridades (Una kermesse historiográfica)



Tantos años de clandestinidad habían averiado el ánimo de Tramontina. Hacía días que el Rudecindo lo veía serio y reconcentrado. -“Vamos, don Aparicio, usté nezezita distraerse. Acompáñeme a un viaje de plazer”.

Tramontina asintió sin entusiasmo. Cabalgaron todo el día entre los cardos y resecos pastizales de la pampa. A la mañana siguiente vieron la espesa humareda rodeando al poblado que se recortaba sobre el horizonte.
-“Eso pareze un inzendio”; se alarmó Tramontina.
-“Nada de ezo, paisano. Es una auténtica fiesta del crioyismo”.
-“¿Una doma de reservaos?”.
-“No. Es la Fiesta Nacional del Chancho Asado con Pelo.
Estamos llegando a San Andrés de Giles”.

Envuelta por la humareda, una interminable hilera de asadores en cruz ofrecían los manjares del edén criollo. Los aromas pusieron en trance a Tramontina.
-“Esto va a ser una bacanal”; se engolosinó.
-“Más bien una porzinal”; lo corrigió el Rudecindo con la réplica ágil en los labios.

La fantástica comilona tenía sus sorpresas. En medio del círculo de  delicias asadas, se habían improvisado salas y barracones para la cultura y la recreación. Una circunspecta asociación de eruditos de San Antonio de Areco tenía a su cargo una kermesse del conocimiento histórico. La entidad patrocinadora era la Confederación Honoraria de Organizaciones y Círculos Historiográficos de Areco, la C.H.O.C.H.A. En la entrada, acariciando a “Joaquín”, el campeón Hereford adquirido la temporada anterior, Claudio Escribano lamentaba los nuevos aires que se habían apoderado de la asociación. Tenía razones para su amargura. Su abuela, una de las fundadoras de la Confederación, la había concebido como baluarte de las tradiciones conservadoras y patricias de la republica. La entidad ya no era la C.H.O.C.H.A. de su abuela.

Al ingresar a los pasillos que serpenteaban entre las salas, el Rudecindo era pura exaltación: -“Venga, don Aparicio, este es un templo del saber histórico”. Se detuvieron frente a una estrecha habitación en la que varios investigadores, apretujados junto a una mesa ratona, analizaban pequeños recortes, papeles microscópicos, sellos postales y otras gangas diminutas. Aparicio ilustró a su compañero: -“¿Ve paisano? Este es el rincón de la microhistoria. Eze que anda a los codazos, es el Carlo Ginbur”.

Carlo Ginzburg (munido de una mandolina de la Liguria):

Aunque la escala es pequeña,
La microhistoria, paisanos,
Es oficio de artesanos,
De talentos especiales,
Legaron obras geniales,
Como “El queso y los gusanos”.

El Rudecindo había tomado la delantera y gritaba radiante: -“¡Venga acá, don Aparicio, mire este espectáculo!”.
Enfundados en sacos de arpillera, Don Tulio, la Hilda y el Luis Alberto protagonizaban una carrera de embolsados. Abandonaban raudamente el punto de partida, nominado por la inscripción “Populismo endémico” y enfilaban afanosamente hacia la meta, señalada por el cartel “Tradición Republicana”.
Don Tulio estaba fatigado. Aparicio se compadeció del esfuerzo:
-"¿Vale la pena zemejante sacrifizio, Maestro?; le dijo.
-"Es una larga agonía..."; le contestó con un suspiro.
- “La República necesita verdaderos ciudadanos, no gauchos iletrados como usted, Tramontina”; lo desafió la Hilda saltando animosamente en una bolsa de “Papera Balcarce”.

-“Entuavía no ha nazido el crestiano que embolse mis pazos”; se ofuscó Tramontina. Rudecindo, con buen tino, lo apartó del lugar. Abandonaron la pista al finalizar la carrera. En un mostrador, el sonriente Luis Alberto festejaba con un vaso de “Terma” el tercer puesto obtenido.

-“¡Mire, don Aparicio, hay un pabellón internacional!”; volvió a gritar el Rudecindo.
En la habitación, François Furet, Stephan Courtois y Ernst Nolte festejaban exultantes el fin de las utopías igualitarias. Lo hacían lanzando dardos sobre un blanco con el rostro de Eric Hobsbawm. Ante cada acierto cantaban a coro bajo una lluvia de confetis plateados.

L’Ensemble Macartien:

Hoy festejemos colegas,
Es hora de triunfalismo,
Celebra el liberalismo,
La victoria del mercado,
Anunciando extasiado,
La defunción del marxismo.

Con celeridad convenientemente disimulada, el Rudecindo desvió la marcha del payador, que había desenfundado y encaraba hacia la troupe ensoberbecida  con fieras intenciones. En el envión, se desviaron del itinerario principal topándose con una habitación en ruinas; estaba apenas iluminada por una luz mortecina y recluía a un pequeño grupo de historiadores segregados. -“¿Quiénes son estos pobres diablos?”; preguntó el Rudecindo. Tramontina comentó sombrío: -“Aquí amontonan a quienes nunca zitaron en sus obras a Benjamin, Agamben y Koselleck”. El espectáculo era verdaderamente triste. Cada tanto, los reclusos debían asomar sus cabezas por estrechos ventanucos y recibir una andanada de bollos de mazamorra endurecida y chipás del día anterior.“No llore, Rudecindo. Le prometo que vendremos a rescatarlos”; lo consoló el payador.
Todavía digerían el amargo trago cuando se acercaron a la sala de Historia de las Izquierdas. “Un territorio en disputa”, señalaba un cartel colocado a última hora sobre la puerta. En su interior, Tarcus y Pablo Pozzi debatían acaloradamente, delante de dos  interminables filas de libros, papers y revistas de su autoría. Los textos estaban erguidos unos junto a otros, en inestable equilibrio, formando un intrincado y erudito dominó. En la instancia culminante de la controversia, los polemistas empujaban, simultáneamente, el primer ejemplar de cada hilera, desencadenando un sincopado derrumbe en cadena que, con precisión japonesa, formaba barrocos motivos florales sobre el piso de tierra apisonada.
-“Fíjezé, Rudecindo, están disputando quién tiene la hilera de libros más extensa”.
-“En efeto, quién la tiene más larga”.
-“Hay otras maneras de zintetizar las contradiziones”; comentó Tramontina con un dejo de resignación en la mirada.

Una insufrible ráfaga de moho advirtió a los caminantes la cercanía del salón de la Academia Nacional de la Historia. Una joven promesa exponía su tesis “Sobre la función y cantidad de porotos en las partidas de truco en las pulperías de Dolores durante el periodo tardo-rosista”. -“Sospecho que esta ha de zer una contribuzión a la historia cuantitativa”; señaló Tramontina. “Yo diría a la historia germinativa”; acotó su compañero.
-“Partamos, Rudecindo, antes de que los académicos de número escuchen sus insolencias. ¡Apurezé que ya están abriendo los sarcófagos!”

Unos metros adelante esperaba la sala reservada a los debates interdisciplinarios. En la puerta, Beatriz Sarlo agitaba una servilleta tratando de atraer a los caminantes. Los conferencistas, Marcos Novaro y Tomás Abraham, repartían a una esmirriada concurrencia su revista El Ojo Chocho. El vehemente filósofo debió interrumpir su implacable intervención cuando la humareda de los asadores invadió completamente la sala. –“¡Que la tentación populista no nuble nuestra mirada!”; gritaba con lágimas en los ojos desde un lugar incierto del recinto. -“¡La concentración del poder en las democracias populistas es mucho mayor que en las dictaduras!”; vociferó Novaro, antes de que un ataque de tos lo hundiera en la ignominia. Cuando los impertinentes vahos de bondiola y pechito con manta comenzaron a disiparse, el dúo resistente recuperó la palabra.

Los Iracundos:

El populismo es gangrena,
Mácula retardataria,
Reina en la masa gregaria,
Trayendo enorme desgracia,
Convierte a la democracia,
En trampa totalitaria.

Tramontina empujó a su amigo hacia afuera: -“Vamos, Rudecindo. Este Abraham ha perdido a su grey”.
Fuera de la kermesse, la tierra prometida chisporroteaba con el maravilloso crepitar de los asadores. Allí los esperaba Waldo Ansaldi, con quien habían pactado una delicada profanación de los costillares. Sin embargo, otro evento carnavalesco distrajo a los caminantes. Sobre una tarima, ataviado como un miembro del Primer Triunvirato, un cristiano acercaba a su boca una tea empapada en alcohol, escupiendo bocanadas de fuego que rozaban peligrosamente las guirnaldas patrias. “¿Quién es eza criatura piroténica?; preguntó el Rudecindo.
-“Es Pigna, está promocionando el volumen vigésimo quinto de ‘Los Mitos de la Historia Argentina’”.
Sorpresivamente, mientras Tramontina encaraba hacia los portentosos manjares, un fuerte empellón lo hizo trastabillar. Era el Rudecindo que, con el rostro desencajado, le gritaba: -“¡Corra, corra, don Aparicio!”.
-“¡Qué le pasa, caracho! ¡Le ha visto la cara a Mandinga!”.
-“¡Pior! Ese organillero que viene ahí es Pacho O’Donnell. ¡Corra! El monito ha empezado a repartir el libro sobre la entrevista secreta entre Dorrego y el Che”.
Como un escupitajo de la Cruz del Sur, la desaforada cabalgata sumergió a los jinetes en la inmensa noche pampeana.

APARICIO TRAMONTINA, UN FACÓN HECHO CANTO.

jueves, 28 de febrero de 2013

Desagravio


-“¡Apurezé, Rudecindo! Tenemos que irnos”; ordenó Tramontina. Pero el peón estaba ensimismado haciendo cuentas en una libreta.
-“¿Qué está sumando, paisano”?
-“Estoy calculando la tasa de ganancia”; dijo mirando con cautela a su alrededor. “Me estoy dedicando al contrabando de cuise. En Areco, la pulpería de los Saguier está pagando 5 patacones la tonelada de cuero. Son unos miserables, pero tengo que superar la faze de la acumulazión primitiva”.
-“¡Usté es el primitivo! ¡Lo suyo es un dislate!”; se exasperó Tramontina. –“Pa’ esa paga mezquina, en cada entrega va a nezezitar no menos de diez mil roedores. ¡Eso equivale a la eztinzión del cavia aperea pamparum!"
-“No ezagere, don Tramontina, esos son cuentos…”-, lo desafió Rudecindo.
El payador estuvo a un tris de estrangularlo contra el ombú. El brusco amoratamiento del rostro del peón lo hizo reflexionar: -“¿No sea nezio, Rudecindo? La vida en la tierra padezió varias eztinziones mazivas, pa’ que usté le sume dezaprenzivamente otra. ¡Fueron verdaderas catástrofes de la naturaleza! Así me lo ezplicó eze inglés barbudo que bajó del Beagle”.

Aparicio:

Se eztinguió el megaterio,
Tremenda bestia insensata,
Sin protesta ni bravata,
se jué, triste, el gliptodonte,
Pero tiene un smilodonte,
El Museo de La Plata.

-“Disculpemé, no lo había pensado…”; balbuceó el peón, mas aliviado y frotándose el cuello.
-“Debe pensarlo, mi amigo. La eztinzión es cosa grave. Mire lo que les pasó a los búfalos de Arkansas”.
-“Perdonemé, don Aparicio, no sigo los partidos de la NBA”.
Con el agobio ensombreciéndole el rostro, Tramontina estimó inútil la empresa de la Ilustración: -“¡Ensille ese caballo y sígame!”; ordenó fastidiado.
-“¿A dónde vamos, don Aparicio?”; preguntó el peón.
-“A una quinta de Belgrano. Debo hablar con Hernández. Es una mizión de dezagravio”.
Durante la larga cabalgata, el Rudecindo quiso enmendar su inconsciencia:
-“¿No cree que la obra de Dargüin debe ser reconziderada, don Aparicio? Stephen Jay Gould dize que hay períodos en los que las espezies evoluzionan rápidamente, zeguidos por otros de estabilidad y equilibro". Y concluyó jactancioso: "Lógico, es la teoría de la evoluzión puntuada”.
Tramontina debió toser varias veces para expulsar el cigarro atragantado en el esófago. Lo logró al cabo de varios intentos que lo salvaron de la asfixia. Cuando comenzó a respirar normalmente, la quinta de Hernández ya se divisaba en el horizonte.
Rudecindo agitó el cencerro colgado en la tranquera. Luego de golpear las palmas, perdió la paciencia y comenzó a gritar: -“Salga Patrizio, queremos hablar con usté”.
-“¡No zea bruto, Rudecindo!; ¡Es José Hernández, el padre del Martín Fierro!”.
El notable poeta gauchesco se asomo en ropa de cama, blandiendo un trabuco:-“¡Fuera de aquí!; gritó.
El Rudecindo ganó confianza: “-Dejemeló a mí que lo imprezionaré con un sexteto de puro ezistezialismo pampeano”.


El Rudecindo (con guitarra prestada):

Aquí me pongo a cantar,
Al compás de mi guitarra,
Que al hombre que lo amarra,
Un gran flato reprimido,
Al salir con su rugido,
Hasta el alma le desgarra.

El primer disparo del trabuco le sacó astillas a la tranquera. El segundo, chispas al manillar. Los visitantes se echaron cuerpo a tierra.
-“¡No zea animal, Rudecindo! Su ordinariez nos va a costar la vida”.
El peón intentó justificarse: -“Quize inzpirame en Yanpol Sastre…”
-“¡Cállese! Lo suyo es pior que toda la obra de Mallea”.

Hernández se acercó a la tranquera sin dejar de apuntarles con el trabuco.

José Hernández:

Lo desprecio, Tramontina,
Infame y burdo plagiario,
Su rimar estrafalario,
Brota de un pacto infernal,
Envenena al ser nacional,
Con su insolente glosario.

-“Tengo derecho a hablar”; reclamó Tramontina agazapado entre el pajonal, un territorio que supo frecuentar desde su temprana adolescencia.
-“¡Hable ahora antes de que pierda la paciencia!”; lo emplazó el padre del criollismo.

Aparicio:

Vengo por un dezagravio,
Que le detallo al instante,
Tuvo un verso intolerante,
Que alienó al humanista,
Jué con el indio razista,
Y desprezió al inmigrante.

-“¡Bravo, Aparicio!”- gritó el Rudecindo, inconsciente del peligro. “¡Ahora ajuste cuentas con la segunda parte del libro, que es un bodrio riazionario!”.


Aparicio:

En eze libro, Maestro,
Aconsejó con esmero,
Obedienzia al jornalero,
Y al pión, doliente mestizo,
Recomendó ser sumizo,
Y forro del estanziero.

La impertinente licencia poética irritó a Hernández, que lanzó otros dos trabucazos al aire: –“¡Basta de profanar mi obra! ¡Fuera de aquí, vagos! ¡Es tiempo de trabajo, no de rebeldía!”
Tramontina y el peón escaparon bajo el zumbido de las balas. Alcanzaron los caballos y huyeron a todo galope. A lo lejos, la brisa matinal aplacaba la letanía hernandiana: -“¡La estancia es el progreso, malditos!”

Desmontaron a orillas del Samborombón para que bebieran los caballos.
-“Otra figura icónica-carismática con extremidades inferiores de cieno”; comentó el Rudecindo.
Tramontina lo corrigió mientras pitaba un chala:
-“La cosa no es personal. Son limitaciones históricas de una clase”.

viernes, 15 de febrero de 2013

Con Hobsbawm en el monte.




Los relinchos despertaron a Tramontina. Afuera, montado en un zaino, lo esperaba Hobsbawm, listo para la partida. Una mula atada a la montura trasportaba mantas, víveres y pertrechos varios. De una de las alforjas asomaba la culata de un Winchester.
-“¿Nos vamos de cazería, don Eri?”; preguntó Tramontina.
Sin desmontar, el visitante le expuso el plan:
-“Quiero que me acompañe. Necesito un baqueano para la expedición. Nadie como usted para estudiar a los “Rebeldes primitivos”.
-“Lo primero se lo azeto. Lo segundo huele a ofenza…” refunfuñó.
- “No lo tome a mal”, lo aplacó Hobsbawm. “Es solo el título de uno de mis libros”.
Tramontina aceptó la explicación y recibió al visitante con una copla de admiración:

Entre sus obras, Maestro,
Me gusta “Industria e imperio”,
Aunque con sano criterio,
Todos los gauchos creemos:
“La era de los extremos”,
Consagró su magisterio.

A mi memoria convoco,
A aquellos historiadores,
Que a los trabajadores,
Güenos relatos ofrezen,
Thompson, Hill, Hilton merezen
Las alabanzas mayores.

Hobsbawm interrumpió la copla por temor a que se tornara una monserga interminable:
-“Y… ¿me acompaña, Aparicio?”
-“No quiero deziluzionarlo, don Josban, pero ya anduvo Carri por aquí estudiando a los bandoleros rurales. Yo mismo lo conduje al monte”.

La chispa del desafío se encendió en los ojos del inglés.-”No estoy buscando a Isidro Velázquez”, dijo con tono cortante. -“Sigo las huellas de Patrick O’ King, un ingeniero irlandés que La Forestal contrató para organizar la tala y manufactura del quebracho. Dicen que se echó al monte con una decena de peones, asqueado por las balanzas tramposas y el maltrato a los hacheros”.
-“Usté se refiere a El Rubio”; acotó Tramontina.
Hobsbawm quedó perplejo por la revelación. El relato del payador devino un cofre de sorpresas:
-“Todavía anda furtivo por las selvas misioneras y correntinas. No le perdonan haber fundado las Ligas Agrarias. Los Navajas Artaza y los dueños de otros yerbatales puzieron prezio a su cabeza. La polezía brava no le da respiro . Por fortuna, encontró refugio en las chozas de los mensúes”.

El viaje hacia el norte profundo fue una pesadilla. El sofocante calor, las sanguijuelas y los mosquitos se ensañaron con Hobsbawm. Tramontina disimulaba el martirio con sus cavilaciones:
-“Va a ser difízil encontrarlo. Se esconde en la espezura y está en perpetuo movimiento. Sus hombres son fantasmas mimetizados en la tierra colorada. Les dizen la Milicia Terracota”.
Hobsbawm se puso lívido: -“Patrick O’King y su Milicia Terracota”; susurró durante el camino, como si hubiera descifrado un acertijo.

Tras una cabalgata de varios días, llegaron a un cañadón escondido. –“Aquí es”, dijo Tramontina sin mayores explicaciones. El cansancio inhibió la curiosidad de Hobsbawm, que se desplomó sobre un hato de mantas mientras Tramontina encendía el fogón. Antes de que los atrapara el sueño, un movimiento en los arbustos los puso en vela. Luego, sin que mediara advertencia, un hacha voladora se clavó en el tronco de un guatambú.
-“¡Soy Tramontina!”; gritó el payador a modo de salvoconducto.

Detrás de los hombres enrojecidos por la polvareda apareció O'King. Se lo veía cansado y casi andrajoso: -“Está muy lejos de Londres, Eric”; comentó con sorna.
-“Vine por usted, Patrick”.
-“Soy El Rubio”; lo corrigió.
Patrick O’King encendió un cigarro y cruzó amistosamente su brazo derecho sobre el hombro del historiador: “¿Acepta una crítica entre camaradas?”.
-“Por supuesto”, contestó Hobsbawm.
-“No estoy de acuerdo con su interpretación de las rebeliones pre políticas. No soy un rebelde primitivo. No idealizo el pasado ni lamento ninguna utopía perdida”. O’King concluyó su alegato con una leve sonrisa: -“¡Vamos, Eric, la lucha de clases no se extravía en la selva!”. Hobsbawm consintió en silencio.

Atravesaron sendas intrincadas y esteros malolientes. La penumbra de la selva parecía engendrar espectros. Como por arte de magia, grupos de indígenas emergían detrás de los grandes helechos y acompañaban la marcha. Tenían los rostros espolvoreados con arcillas rojizas. Sus desplazamientos eran silenciosos. Los pies de la Milicia Terracota parecían flotar sobre el suelo.
-“No tema, son amigos”; dijo O'King. -“Son los Sitrac-Sitram, el único pueblo originario que no se rindió ante el hombre blanco, español, portugués, criollo o lo que sea”.

Los Sitrac-Sitram:

A España resistimos,
Por expoliadora y racista,
Con fervor autonomista,
En nuestra lucha creemos,
Ni a los jesuitas queremos,
Somos la etnia clasista.

El Rubio aceptó el aguardiente de los nativos. Hobsbawm y Tramontina se unieron a la rueda de bebedores. Patrick O’King conocía el valor de la gratitud: -“Admiro a este pueblo indómito. Me han salvado la vida más de una vez”.
-“Lástima que los antropólogos no se interesaran en ellos”; señaló Hobsbawm.
-“Nunca los comprendieron. Cuando vino Lèvi-Strauss los consideró una comunidad ahistórica y refractaria al cambio social. La pedantería intelectual no tiene cura”.
-“El idealismo estructuralista hace estragos”, refrendó Hobsbawm.
-“Para colmo, le cayó mal el tereré y anduvo varios días agachándose entre los arbustos ¿Ve esos helechos gigantes? Tienen abono estructuralista”.

Los Sitrac-Sitram:

No comprendió nuestra vida,
La retrató con denuesto,
Pa’ explicar el contesto,
De nuestra gran rebeldía,
Siempre por causa aducía,
La prohibición del incesto.

A Levistró no queremos,
Sus conzetos rechazamos,
También los indios cambiamos,
Aunque nos tilden de escoria,
Nuestra vida tiene historia,
En Marvin Harris confiamos.

A la mañana siguiente, los preparativos en el campamento anunciaban eventos extraordinarios. En la choza principal, los hombres deliberaban sobre un mapa extendido en la mesa. -“Es la hora y todavía no ha llegado. Vayan a buscarlo”; estalló O`King”.

Unas horas más tarde, El Pelado llegaba escoltado por la Milicia Terracota. O’King lo saludó con desgano. Le caían mal la impuntualidad y las tendencias militaristas del visitante. Al ingresar rancho, desenrolló su propio mapa. Hobsbawm y Tramontina escucharon la discusión mateando junto a las brasas todavía humeantes. O’King dudaba del lugar escogido, pero finalmente aceptó el plan. En una semana se encontrarían en el sitio de la emboscada. Un parco apretón de manos selló la despedida.

Los interrogantes acosaron a Hobsbawm durante el regreso: -“¿Por qué tanta discusión por un mapa, Aparicio?”
-“Una emboscada no es cosa senzilla, don Josban. Somoza es una bestia taimada y precavida”.
-“Su infierno no será nada encantador”; musitó Hobsbawm mientras espantaba los mosquitos.



Aparicio Tramontina, un facón hecho canto.