martes, 27 de diciembre de 2011

Visperas.












Aquel fue el año de la Gran Travesía. Durante varios meses, sin más ayuda que una brújula, Aparicio y Rudecindo marcharon hacia el este. El desconcierto se fue apoderando del peón a medida que se internaban en un paisaje desconocido:
- “¡Que ranchos tan extraños, Aparicio!
- “Son pagodas”.
La perplejidad del Rudecindo aumentó cuando la selva los rodeó por completo:
- “A ezta altura, Don Apa, ¿no tendríamos que haber atravezado mares y ozéanos?” (Los nervios lo ponían más ceceoso que de costumbre).
Aparicio lo cortó en seco:
- “En la fizión, la geografía está amañada”.
El peón asintió sin mucho convencimiento. No tuvo tiempo para más cavilaciones. De pronto, la naturaleza pareció quebrarse por el atronador ruido de los rotores que despedazaban el cielo. Los jinetes se zambulleron cuerpo a tierra en la maleza. Los enormes helicópteros Bell H-1 Huey hicieron un vuelo rasante sobre sus cabezas, levantando una borrasca de polvo y ramas cortadas. Los altoparlantes que colgaban a ambos lados de las máquinas emitían una marcha tan estridente como amedrentadora . -“¿Y esa horrible música?; preguntó Aparicio. –“Es eze cabrón antizemita de Waner. ¡Nos va a azustar de acáaa!”; gritó el Rudecindo en un inusual y obsceno acto de coraje. La tripulación de uno de los H-1 los saludó con una ráfaga de metralla que taladró el suelo a escasos centímetros de sus cuerpos. Ágil de reflejos, Aparicio alcanzó a sofrenar a los caballos y rescatar la guitarra antes de que se perdiera entre las tupidas matas tropicales. Emulando a Wright Mills, los desafió con su grito rebelde: - “¡Escucha, yanqui!”


La furia pampa no teme,
Al gringo expanzionista,
Que con codizia racista,
Al pueblo sangra y afrenta,
Esta guitarra se enfrenta,
Al terror imperialista.





El alarido del Rudecindo casi desgarra su garganta:
- - “¡Agáaachese que ahí güelven!”
Esta vez, la lluvia de proyectiles vino acompañada por el vómito de fuego de los lanzallamas. Antes de que el humo se disipara, un círculo de tierra calcinada rodeaba a la pequeña isla de enredaderas en la que se escondían los criollos. Aparicio reaccionó como un yaguareté herido. El faconazo golpeó contra el duro fuselaje de la nave enemiga; rebotó sin causarle daño y cayó cerca del payador. - "Falló"; dijo, apesadumbrado, el Rudecindo. -"¡Aquí no ha fallao naides! Es el famoso efeto bumeran". Rudecindo calló con cierta benevolencia. Antes de que la flotilla se alejara, Tramontina corrió hacia la formación revoleando las tres piedras atadas al tiento de cuero. Las boleadoras se enredaron en las aspas del último helicóptero. La mole corcoveó en una espiral alocada y se desplomó, envuelto en fuego, entre las copas de los árboles. Cuando la flotilla volvía por la venganza, el milagro brotó desde todos los rincones de la selva. La tierra ultrajada respondía con todo lo que tenía a su alcance. Miles de lanzas, flechas, piedras y dardos envenenados atravesaron las primeras líneas del invasor. A continuación, las bazucas de los milicianos camuflados en los arbustos limpiaron el cielo de enemigos. Con un parco movimiento de su brazo, Giap ordenó cesar el fuego.

Giap:

Bienvenido, Tramontina,
Gaucho valiente y querido,
Ese facón ha servido,
a la revolución mundial,
El imperio del capital
Aquí será demolido.

Los criollos se sumaron a la silenciosa columna de los hombres de ojos rasgados. En el campamento, a la orilla del Mekong, Giap y Tramontina planificaron el ataque entre mate y mate. La Gran Travesía se reinició al amanecer. Fueron miles de kilómetros a través de los intrincados senderos de Ho Chi Minh hasta que Giap detuvo la marcha.
Envuelta en brumas, Saigón apenas sobresalía del horizonte.



Aparico Tramontina, un facón hecho canto.












lunes, 19 de diciembre de 2011

Controversias








- “Pss, pss… Aquí, Aparicio, detrás de su mesa”.La voz era cautelosa. El pequeño profesor de barba encanecida estaba inquieto; semblanteaba al resto de los parroquianos mientras apuraba un té de boldo.
- ¿Qué le pasa Don Tulio? ¿Por qué anda chistando como un caburé asustado?”; lo tranquilizó Tramontina.
El profesor volvió a echar una ojeada al perímetro de la pulpería. No vio señales de peligro; el truco y la ginebra distraían al paisanaje. Se restregó los anteojos y entró en confianza:
- ¿No se enteró? Quieren imponer una lectura totalitaria del pasado nacional. La vieja fábula revisionista retorna en su versión más cazurra. ¡Son incorregibles!
- No es pa’ tanto, Don Tulio. No se lo tome a la tremenda. Es pura petardearía verbal, chiquetaje hermenéutico.
Don Tulio quedó sorprendido por el retruque erudito de Tramontina.
- “¿Y desde cuando es experto en teoría de la interpretación?”; le espetó con un dejo de sorna en los ojos.
- “Desde que discutí con Paul Ricoeur en la Fiesta Nacional del Ternero, en Ayacucho. Terminamos a los sillazos”.

El prestigioso profesor tragó el último sorbo de boldo y desenfundó la guitarra de cuerdas de acero que había comprado en una subasta de Berkeley. Aparicio quedó paralizado al ver el venerable instrumento. El primer rasguido lo petrificó. Era la acústica de Dylan.
A fuerza de grapamiel y de ventilarlo varios minutos con sus ponchos, cuatro parroquianos sacaron a Aparicio del estado de shock. Uno con voz ceceosa le dio coraje: - “¡Un cantor crioyo no arruga, Tramontina! ¡Ni ziquiera ante el Gran Bo!”
Tramontina recobró el decoro al oír los versos de su contrincante.


Don Tulio:

Difunden los dorreguistas,
Relatos antojadizos,
Lo dije en libros macizos,
Con prosa bien intrincada,
Esta troupe está formada,
Por guarros y advenedizos.

Aparicio:

Deje que la controverzia
Recorra libre el pasado,
Lo dize un gaucho formado,
En la fe materialista,
Todo relato simplista,
Bien puede ser refutado.

Ezagera la academia,
Cometiendo un papelón,
Echó al gobierno un baldón,
con sus monsergas y fintas,
sus miembros son cagatintas,
De Clarín y La Nación.

Tengamos la misma vara,
Y muy ágil la memoria,
La Academia de la Historia,
Esconde su faz oscura:
Apoyó la dictadura,
Con sonrisa adulatoria.

- “Quizás tenga razón, Tramontina, pero me reservo mis dudas”; comentó el ilustre profesor mientras enfundaba la guitarra. Tramontina lo acompañó amablemente hasta el sulky para la despedida. A poco de salir del pueblo, el trote suave y la brisa primaveral sumieron al viajero en un profundo sueño. Lo despertó el grito del cochero que yacía en el suelo, con un lanzazo atravesado en el cuello.
- “Ha llegado su hora, Tulio”; gritó uno de los Colorados de Monte.
- “¡Dorrego será vengado!”, sentenció el jefe de la emboscada, Pacho 
O’Donnell.