martes, 11 de febrero de 2014

El día que Tramontina no pudo payar por un fuerte dolor en la cintura que le fue curado por un asombroso doctor chino.



Los dolores de cintura atormentaban a Tramontina desde hacía varias semanas. Desenfundar el facón se había vuelto un suplicio. Rudecindo, amigo y peón, lo convenció de consultar al doctor Chin Kien Son, experto en medicina natural. Chin se había refugiado en los hontanares de la pampa desde que huyó de su país, perseguido por las tropas del malvado general Chiang Kai Shrek, a quien apodaban el ogro. El doctor Chin era un humanista comprometido con su tiempo; en épocas difíciles y lejanas participó, junto a Sun Yat sen, del Movimiento 11 de Marzo, que luchaba contra la corrupta dinastía manchú. Sun y Chin fueron precursores del Marzismo en China. La historia, con sus ráfagas impredecibles, le impuso un derrotero de trashumancia. Viejo y un poco estropeado, vivía en un monte de caldenes en Cuchillo-Có, aldea donde Mandinga lamentaba haber perdido su poncho más vistoso.

Tramontina padeció la travesía como un martirio. Espinillos y abrojos le flagelaron el cuerpo, las conversaciones del Rudecindo los oídos. Cerca de su meta, pasaron frente a las ruinas de la pulpería “La Aguada”, antigua posta de trueque con la indiada. La verborragia del Rudecindo no tenía sosiego. - “¿Zabe, don Aparicio? Aquí se tirotearon los zélebres bandidos Butch Cassidy y Sundance Kid”.
-“Me imagino, la polezía los perzeguía sin piedá”; contestó Tramontina.
-“No, don Aparicio. Se tirotearon con el pulpero, el Ataliva Coto, remarcador serial de los prezios de la yerba y de la gayeta e’ campo, es decir, de aquí.
-“¡Hijunagransiete! ¡La paisanada dibió boicotear ese boliche!”
-“Ademá, naides tendría que comprarle las mercanzías a eza alimaña”; acotó el peón.

Tramontina perdió la paciencia: -“¡Basta, Rudecindo! ¡Sofrene esa verba redundante y desbocada!”
El peón cabalgó en silencio el resto del viaje. De vez en cuando, deslizaba furtivamente su mirada hacia el bajo vientre, preocupado por vaya a saber qué aflicción.
La cercanía del bosque de caldenes animó a los viajeros. El follaje de aquel intrincado laberinto atemperaba el azote de la resolana. El rancho del doctor Chin Kien Son estaba en la zona más impenetrable del monte. Rudecindo, que recuperó el habla, golpeó en la puerta:
-“Dotor Chin. Traigo  un paziente pa’ que lo cure con sus yerbas mágicas”.

El médico salió a recibirlos. Se bajó el barbijo y los invitó a pasar. El olor a alcanfor inundaba la modesta vivienda. Los estantes estaban atiborrados de frascos con hierbas, polvos y otras sustancias desconocidas. Aparicio contempló el laúd chino colgado de la pared.
-“Es mi liu chin; ha sobrevivido a todos los viajes”; comentó el doctor.  
La música, otra de las pasiones del anciano, le había permitido ganarse la vida en los años de acelgas flacas (el doctor era vegetariano). Solía presentarse en las pulperías del oeste con un repertorio de valses y milongas, acompañado por el veterano bandoneonista Atilio Borra. Pero las cosas no marcharon bien y el dúo Borra-Chin se disolvió después de una discutida partida de truco, a la sombra del tanque de agua de la Estación de Salliqueló.

Chin Kien Son ofrendó a Tramontina una copla en la que la filosofía tradicional se reconciliaba con el racionalismo. Era parte de la terapéutica.

La medicina natural,
Requiere sapiencia fina,
Achicoria y trementina,
Reconfortan al instante,
Mas si el daño es importante,
Inyecto penicilina.

La modestia del Doctor Chin velaba las proezas de su vida. A mediados de los años treinta se había sumado a La Larga Marcha del Ejército Rojo chino. Recorrió miles de kilómetros hasta llegar a Shaanxi, en el norte, y reunirse con las tropas de Mao. Organizó los hospitales de campaña y los dispensarios para las transfusiones de sangre. En las treguas que ofrecía la guerra revolucionaria, arengaba a las milicias con coplas voluntaristas, acompañado por un coro de más de treinta voces, al que el doctor llamó Los 33 Orientales. Una de aquellas coplas enseñaba:

La Revolución ha de ser,
Estrategia bien pensada,
A la nobleza saciada,
Hay que expropiarle la tierra,
Y organizar una guerra,
Popular y prolongada.

Tramontina, doblado por el dolor, se desmoronó en el catre de curación. Mientras le frotaba la espalda con aceites de romero y lavanda, Chin lo ilustraba sobre el sacrificio del médico de campaña:

La Larga Marcha, paisano,
Trajo un suplicio por milla,
Pero en mi tienda sencilla,
Sané hombres y caballos,
A Mao curé los callos,
Y a Chu En Lai la culebrilla.


Tramontina estaba profundamente dormido cuando Chin le aplicó la cataplasma de ajo en la cintura. Despertó, aliviado, un día después. Rudecindo lo esperaba fuera del rancho con el zaino preparado. Se despidieron del doctor con un largo abrazo. Nunca
más volvieron a verlo. En las pulperías, los paisanos pasados de caña decían que Mandinga lo andaba buscando en aquel laberinto de caldenes y que, tarde o temprano,lo encontraría.
-“No se preocupe, Rudecindo. El dotor lo va a estar esperando, sereno, confiado en su
arzenal botánico”.
Rudencindo redobló la apuesta:

-“Y con el poncho del Maligno puesto”.


2 comentarios:

  1. Desde hace mucho tiempo, una vieja tía, que murió de vieja, me enseñó que no hay nada mejor que el ajo al mediodía con un vasito de vino, para curar dolores de cintura. Yo no se si a Ud. le dijeron lo del vino, o a mi tía le gustaba mucho, pero es todo cierto.El Maligno no tiene nada que ver con todo esto.. Le mando mi cariño.

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    1. Tiene razón su tía. Las propiedades del ajo son incontables, como las del Magnetto ese. Le mando un abrazo afectuoso..

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