lunes, 4 de enero de 2010

El pastor y las cabras.



El ruido se filtraba desde abajo de la puerta. Tramontina vio la cabra que masticaba, indolentemente, las astillas del marco . El patadón que le propinó casi le descoyunta la cabeza del cuerpo. La pobre bestia se arrastró en círculos un rato hasta que encontró un lugar en el rebaño. El pastor, sofocado por el calor, estaba sentado bajo la sombra del ombú. Aparicio lo interpeló:

Paisano ponga atención,
Y controle la manada,
Esa cabra depravada,
Con caprino desparpajo,
Rumiando desde abajo,
Se mastica mi morada

El pastor:

Vientos del pueblo me llevan,
Vientos del pueblo me arrastran,
Me esparcen el corazón,
Y me aventan la garganta.

El cabrero salió del umbrío remanso y se acercó al payador con una sonrisa.
- “Son traviesas, don Aparicio. Se me espantaron en Orihuela y acabo de reunirlas después de mucho caminar. ¡Téngame paciencia, hombre!”.
Aparicio observó la cara fatigada del pastor, su cuerpo enjuto denotaba las privaciones de una vida de trashumancia. Al instante, reconoció en su mirada transparente y en el firme apretón de manos a un amigo.
Luego de varios mates, el pastor realizó la petición:
- “Necesito que me cuide el rebaño, Aparicio. Debo volver al frente”.

Aparicio:

Su tierra es devastada
Por una horda fascista,
Soy internacionalista
Y gaucho republicano,
Con el facón en la mano,
Digo que el pueblo resista.

El pastor se reunió con su rebaño acariciando a cada una de las cabras antes de la despedida.
- “Las cuidaré como a mi zaino”, prometió Tramontina.

Las sombras del ocaso envolvieron la partida de Miguel Hernández.
























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